En un día cualquiera, asaltó a mi mente un juicio a priori de valor del cual he venido rechazando durante variadas veces, intentando de dar alternativas de opciones a ostros planteamientos mentales.
Discrepo en la aseveración de argumentos no justificados, vale decir que hasta no contar con evidencia sustentatoria a un hecho determinado prefiero no admitirlo en mi mente, eliminando así juicios equívocos sobre una determinada persona.
Bastó, simplemente, el hecho de escuchar a dos personas aseverar un acto, sin tener la mínima seguridad de dicho hecho para afirmar categóricamente e inequívocamente que ellas sí tenían razón, tan sólo por el simple acto que sus reflexiones concluían de recurrencias pasadas. El haber tenido contacto auditivo sobre la tertulia en la que sus aseveraciones no podían ser discutidas, sucumbí ante el mismo juicio. Horas más tarde del evento, caí en cuenta que dicho comentario, que en principio había sido reforzado por mi persona, era totalmente erróneo.
Un sentimiento de vergüenza intrínseca me envolvió, del que sólo podía castigarme a mí mismo bajando la testa de manera figurada.
Aquellos pensamientos que tanto había erradicado volvieron a arraigarse en mí, luego de tanto años de emancipación, al descuidar tan sólo un breve instante dejando así flaquear el lado más volátil del ser humano, la razón.
Las frase que tantas veces use, dicho día no arribó a mi cabeza, “no deseo cocinarme el cerebro” planteándome soluciones a problemas que no tengo seguridad si existen o no.
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dfgdg
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